“No tengo tiempo ni para nada”. Vivimos inmersos en un modelo social en el que está bien visto vivir con prisas. Si hablamos de la actividad laboral, ir corriendo de un lado para otro con doscientos mil asuntos entre manos, con muchas ocupaciones y preocupaciones, es sinónimo de un buen profesional. No perder el tiempo, vamos. Sin embargo, saber vivir sin prisas no se da el valor que realmente tiene.
Porque «el tiempo es oro» y todas esas cosas. Tanto es así que en demasiadas ocasiones no nos paramos a pensar que lo que realmente reluce es lo que hacemos con ese tiempo, ya que confundimos a menudo el segundero de un reloj con las manecillas de la vida. Sin embargo, las personas aún vamos sacando pecho a través de nuestras prisas, aunque una y otra vez manifestemos una sutil queja al respecto, que más que queja es una especie de alarde camuflado.
La verdad es que las prisas y la eficacia no suelen ocupar espacios similares en un mismo continuo. Es más, eso de “las prisas no son buenas consejeras” suele tener su buena parte de razón. Una persona que camina de forma apresurada por su vida, de entrada, nos indica que no está realizando una buena gestión de su tiempo y que no ha entendido bien eso de tener prioridades.
Además de variables relacionadas con la dificultad de mantener de manera razonable un adecuado nivel de concentración, existen otro tipo que tienen más que ver con la confianza o la falta de confianza que trasmiten al manejar asuntos de elevada trascendencia. Es fácil imaginar a un neurocirujano que además de tener la cabeza de un paciente abierta de par en par, está pensando a la vez en la conferencia del congreso que tiene que preparar para la semana que viene, en la reunión de vecinos que es a las ocho y habrá que llegar a tiempo y en pasar previamente por el supermercado a comprar las naranjas y el resto del carro hasta arriba, que mañana será imposible porque esto y aquello y con el tráfico que hay a estas horas. Yo no sé lo que puedes pensar, pero a mí me gustaría que hurgase en mi cerebro al menos sin esa reunión de vecinos.
Lo que está bastante claro es que las prisas y el estrés han venido a la mayoría de nuestras vidas de puntillas, sin meter apenas ruido, instalándose en el software diario a modo de modernidad. Saber vivir sin prisas es cada vez menos fácil. Pongamos un ejemplo. No hace tanto tiempo en el que escribíamos cartas, sí, he dicho bien, escribíamos cartas, con papel y pluma, con la fecha y todo. A un primo, a una amiga, a la amada o a la dirección de personal de una empresa. Si te equivocabas en una letra, mala suerte, a empezar de nuevo, que los borrones dejaban muy mala imagen de uno. Si había un sobre en casa, bien, pero si no, a comprarlo. Dirección, remitente y sello. Después al buzón y a esperar la respuesta, si la había. Esperar, esta es la clave. Ahora no. Ahora ya no se estilan las cartas, ahora está el correo electrónico, el Whatsapp, el Facebook y el Instagram. Y más herramientas de comunicación prácticamente instantánea, que seguro que las hay. No digo que hay que volver al cartero, que la tecnología al servicio de la persona está pero que muy bien. Lo que quiero decir es que vamos perdiendo la buena costumbre de saber esperar, de saber vivir sin prisas. Queremos que todo sea ya, y si no lo es, nos ponemos muy nerviosos con suma rapidez. Un atasco, el turno en una frutería, una fila de un cine. Bueno, salvo el atasco, lo demás puede hacerse por Internet.
Aprender a vivir sin prisas
Las prisas pueden convertirse en un refinado, pero también destructor estilo de vida, así que, si te parece, primero nos vamos a ver unos cuadros y después a dar una vuelta en coche.
Me gustan las ciudades que otorgan oportunidades a los visitantes. Un buen restaurante, una obra de teatro de calidad, un concierto. También sus calles y rincones. Y sus gentes cada una con su vida de un lado para otro. Dejarse sorprender por la belleza que casi siempre pasa desapercibida para sus habitantes, se convierte en constante ocasión de sorpresa. Digo que me gustan estas ciudades, que casi siempre coinciden con el adjetivo de grandes. No sé si para vivir en alguna de ellas de forma permanente, pero sí un rato de unos días.
Cada vez que viajo a una gran ciudad, bien sea por placer o por trabajo, procuro visitar al menos una pinacoteca. Grandes maestros, obras maravillosas sacadas de la nada a través de la mágica complicidad entre el artista y su pincel. Te preguntarás a qué viene todo esto y qué relación tiene con el tema de saber vivir sin prisas. Me explico. En alguna ocasión, y tal vez coincidiendo con la visita a una ciudad lejana, me he visto con la falta de tiempo necesario como para disfrutar de forma relajada las diferentes salas de una pinacoteca o de un museo. Y me he visto recorriendo pasillos y obras de arte a unas velocidades descaradamente injustas, pasando de un cuadro a otro, sin tiempo ni atención siquiera para leer quién fue su autor ni su fecha. Y su autor fue una persona que supo ver en el blanco del lienzo lo que ninguna otra logró. Dedicó tiempo, pasión y sufrimiento en sacar de la paleta un paisaje, un retrato, un bodegón o su más íntima interpretación de su sentir. Y yo pasando por delante como quien pasea entre automóviles por la calle y con la urgencia de un día cualquiera de la semana. Lo que te decía, en términos de justicia, al menos en artística, bastante poca. Esto me llevó a replantear cómo quería respetar la obra de un artista. Y decidí que las prisas y el arte no son buenos compañeros de viaje. Así que, ahora lo que hago es elegir con anterioridad con qué pintor o pintores deseo intimar y qué obras quiero ver. Así puedo estar totalmente disponible en ese momento para dejar que el artista me susurre a los ojos su envidiable capacidad para burlar el tiempo sobre una tela.
Algo parecido a la experiencia de “correr” por una pinacoteca puede sucedernos si nos dejamos engañar por la rapidez, por el “tengo que”, por ir corriendo a todas las partes y por las prisas. Con toda seguridad vamos a dejar de prestar toda nuestra atención, o por lo menos la atención que merecen, a las obras de arte que cada uno de nosotros tiene muy cerca, en su vida. Y así podemos dedicarnos a ir rápido en el oficio de generar abundantes recursos económicos para que nuestros hijos puedan perfeccionar su nivel de inglés en Washington el verano que viene, o para que nuestra esposa, esposo o pareja pueda disponer de lo último del mercado, con lo bien que le tiene que sentar. Que a la familia no le falte de nada. Que vean cuánto les queremos a través de nuestras fatigas. Entrega para los otros, pero sin los otros. De esta manera vamos pasando con inercia y premura por delante de la vida de las personas que más queremos, mientras ellas esperan que nos paremos a ‘mirar su nombre y la fecha en la base de su marco’.
Prisas, ansiedad y estrés
Suelo trabajar en ocasiones con gente joven. Malestar, vacío, adicciones, ansiedad, estrés, depresión, autoagresiones. Vale, son muchas las causas por las que podemos comenzar a trabajar. Conforme vamos ganando niveles mutuos de confianza que permiten bucear cada vez más profundo, aparecen en muchas ocasiones las variables tiempo y ausencia. Son variables que funcionan de manera inversamente proporcional. A menor tiempo, más percepción de ausencia. Tiempo de dedicación, tiempo de atención de sus padres. Tiempo para emplearlo en mirar a los ojos a los hijos y decirles aquí estoy para ti. No quiero decir que la ausencia de los padres sea lo que provoque directamente algún trastorno o problema en sus hijos, pero sin lugar a dudas esta ausencia, real o percibida, es un elemento que puede contribuir negativamente en la terapia.
Imagino que este reclamo de atención puede extrapolarse perfectamente a otros jóvenes adolescentes sin problemáticas aparentes como algunas de las que he descrito. Y también a los niños. Lo que quiero decir es que tal vez nuestros hijos necesiten menos cosas y más lentitud en nuestras vidas. Lentitud para poder parar a tiempo y jugar con ellos, leer un libro o planear una excursión de fin de semana. Que las actividades extraescolares están bien, siempre que no sean un mecanismo de guardería, porque los padres están demasiado ocupados corriendo para intentar llegar a todo, mientras se pierden lo más importante.
Es verdad que muchas familias tienen que ajustarse a horarios de trabajo que ayudan francamente poco en todo lo que estoy diciendo. Pero aún así, los hijos siguen necesitando del intercambio con sus padres. Estoy convencido de que el término “héroe” nació de tantas madres y padres que, además de dejarse el espinazo en el trabajo lograron subir dos peldaños su imaginación para leer un cuento a sus niños todas las noches.
Dicho esto, es muy fácil llegar a la conclusión de que la pareja, la familia extensa, los amigos, los compañeros de trabajo o de estudio, también desearían que la persona apresurada que tanto quieren, decidiese tomar dos o tres respiraciones más y así, de esta manera, estar más cerca de lo que realmente le merece la pena: ellos mismos.
Parar para repostar calma y paz
Quien más y quien menos, todos hemos tenido experiencia de realizar un viaje en coche. Más cómodo, menos cómodo, de mejor marca o de esos que pueden pagarse sin comprometer en exceso la economía doméstica. Imaginemos entonces un trayecto de unos mil kilómetros. A ciento veinte, que a más velocidad te sacan una foto y lo contento que te pones. Dependiendo del modelo de automóvil, de su cilindrada, de su antigüedad y también de la pericia del conductor, se gastará no sé cuántos litros de combustible a los cien kilómetros. Lo que está claro es que a fecha de hoy, un solo depósito no es suficiente para realizar todo el recorrido. Vamos, que hay que parar para repostar. Y si no lo hacemos, la señal de reserva del salpicadero se volverá muy pesada y nos dirá: “tú verás, pero como no pares pronto te quedarás tirado en el arcén”. Podemos hacerle caso o no.
Cualquiera de nosotros puede llevar mucho tiempo viviendo deprisa, tal vez demasiado. Trabajo, obligaciones, responsabilidades, con esa sensación de no llegar. Lunes, martes, miércoles, jueves y por fin viernes para un sábado y domingo que pasan como un soplo y, en general, inmersos en ciento de cosas, con esa sensación de domingo por la tarde de no haber descansado. Y a mayor velocidad, mayor consumo de combustible.
La persona que convive a diario con las prisas, está llamando a gritos al estrés. Este estrés que lejos de ser adaptativo se convierte en un pesado y peligroso lastre, fruto del sobreconsumo de las reservas sin opción de llenado. Además de las implicaciones a nivel químico, con el cortisol como comandante en jefe, la persona que ha consumido sus baterías comienza a presentar determinados cuadros relacionados con la disminución de sus defensas, anemia, insomnio resistente, dificultades digestivas, dolores de cabeza habituales y un largo etcétera, que son señales que el propio organismo envía con el objetivo de enviar un mensaje: esto no va del todo bien. Pero también la desmotivación, la irritabilidad, los problemas de memoria, y otros son otro tipo de indicativos de que la persona hace tiempo ya que va en reserva. Está ya muy comprobado: el estrés causa un gran daño a nuestra salud física y psicológica.
Ignorar todos estos síntomas supone realizar una decidida apuesta por la enfermedad, a veces leve pero que también puede alcanzar serios niveles de gravedad. No son infrecuentes los modelos médicos que asocian, y por poner un ejemplo, las enfermedades cardiovasculares con determinados estilos de vida refugiados en las prisas y en “no llego” y en la tensión por las nubes. Eso supone empezar a pagar peajes. Es como para tomarse muy en serio esto de saber vivir sin prisas… y con rapidez.
ALFONSO ECHÁVARRI GORRICHO
Psicólogo
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