Antes de desgranar las formas de fortalecer la resiliencia en los niños, tenemos que tener muy claro en qué consiste esta cualidad. Resiliencia es la capacidad de sobreponerse a las situaciones traumáticas y de adaptarse con flexibilidad a las adversidades a través del desarrollo de las propias fortalezas que tiene todo ser humano. La resiliencia es la capacidad de crecer en las crisis, generando grandes dosis de optimismo y de esperanza, porque es en medio de las dificultades cuando el ser humano aprende y se hace fuerte. De hecho, muchas de las circunstancias y vivencias que vemos como negativas pueden convertirse en aprendizajes que necesitaremos en el futuro para superar situaciones aún más complicadas haciendo uso de nuestra experiencia y de nuestra actitud positiva.
Ejemplos de personas resilientes los tenemos a lo largo de toda la historia de la humanidad. Desde las personas que han sobrevivido a graves catástrofes naturales en las que han perdido a gran parte de sus familias y todos sus bienes, hasta aquellos que han vivido la barbarie de guerras terribles, pasando por los millones de seres que han soportado vivencias de una crueldad extrema en los campos de exterminio durante el nazismo. Muchas de estas personas han sabido sobreponerse a estos traumas consiguiendo recuperar su estabilidad emocional y psíquica.
Pero, ¿por qué, ante circunstancias adversas parecidas, unas personas reaccionan sanamente e incluso salen fortalecidas y otras no?
¿La resiliencia es congénita o adquirida?
En primer lugar hay que afirmar que la resiliencia no se trata de un rasgo genético, que se transmita como el color de los ojos y que solamente posean algunos individuos privilegiados, sino más bien todo ser humano nace con la capacidad de la resiliencia, que después podrá o no desarrollar. Es evidente, que todos tenemos un potencial de autonomía, de creatividad, de vinculación, de dar y recibir afecto, de habilidades para resolver problemas, pero que debemos actualizar (poner en acto) a lo largo de la propia existencia. Y aquí se produce la diferencia entre unos niños y otros; es decir, entre los que encuentran un interlocutor válido (padre, madre, abuelo, profesor, etc.) que les ayude a desarrollar ese germen de resiliencia y los que para su desgracia, no lo tienen.
Por esto podemos afirmar que la resiliencia es una capacidad innata de todo individuo, pero que precisa de un desarrollo adecuado para posibilitar que las contrariedades de la vida no rompan su equilibrio biopsicosocial.
Formas de fortalecer la resiliencia en los niños
Este proceso dinámico, de pasar de la potencialidad a acto la cualidad de resiliencia, no se improvisa. Nace con el bebé y muere con el anciano. No obstante, los primeros años de vida (infancia y adolescencia) son los que pueden favorecer o entorpecer esta capacidad resiliente. Sin olvidar que siempre debemos tener en cuenta, además de los aspectos psicológicos de la persona, su entorno y la participación del individuo en el propio proceso de crecimiento.
En primer lugar, debemos partir del hecho indiscutible de que no podemos evitar todas las deficiencias durante el desarrollo del niño: atención incompleta, comida fría, falta de puntualidad, etc. son manifestaciones no de un mundo negativo, pero sí imperfecto. El bebé debe ir aprendiendo a aceptar las frustraciones para que de adulto no fracase ante cualquier contrariedad.
Los padres que pretenden que el hijo nunca sufra están provocando, sin quererlo, que de mayor no sepa afrontar los conflictos de la vida cotidiana.
También es cierto que un exceso de contrariedades puede dificultar un sano desarrollo.
Una actitud resiliente es aquella que teniendo en cuenta la capacidad del sujeto (inteligencia, aspecto social, etc.) procura desarrollarla al máximo para lograr ese «equilibrio inestable» que es la salud mental.
Por otra parte, el establecimiento de vínculos sanos (con los padres, hermanos, profesores, amigos o cualquier figura representativa para el individuo) favorecerá un «yo fuerte» que posibilite el soportar los vaivenes de la vida. De aquí la importancia, por ejemplo, que el niño se sienta querido por lo que es (hijo) y no por lo que tiene o consigue: buenas notas, éxito con las chicas o los chicos, etc. Los vínculos «suficientemente buenos» (parafraseando al pediatra inglés Donald W. Winnicot) son aquellos que se cimientan en la propia esencia del sujeto y no en su apariencia y además no ahogan el desarrollo del individuo, ni le intentan construir a la propia imagen y semejanza, sino que favorecen el crecimiento de las capacidades de cada persona.
La resiliencia y los vínculos sanos con padres y educadores
Para que el patito feo se convierta en cisne, nos viene a decir el psiquiatra francés Boris Cyrulnik (2002), es preciso que encuentre un contexto sano y acogedor, o al menos una persona (padre/madre, profesor, amigo, etc.) que sea capaz de poner en acto todas las potencialidades del sujeto.
En palabras del psicoanalista inglés John Bowlby (1958), sería constituir un «apego seguro» entre el niño y sus progenitores (como figuras más representativas de su desarrollo psicológico). Esto lo realizan no con ansiedad (padres sobreprotectores), pero tampoco con indiferencia («padres pasotas»), sino con un estilo próximo pero al mismo tiempo dejando al niño que tome conciencia de sus propias limitaciones y también de su entorno. No se es mejor padre/madre porque se satisfagan al instante los requerimientos del hijo, sino cuando transmitimos seguridad y confianza pese a las dificultades.
Un vínculo sano con los progenitores, además de tener una función de protección, favorece el desarrollo emocional del niño y permite que éste reconozca sus limitaciones, pero también todas sus posibilidades. Cyrulnik señala cuatro tipos de estilos de familia:
- Familias cooperadoras
- Familias estresadas
- Familias que caen en el abuso
- Familias desorganizadas
Estos diferentes tipos de familia dan lugar al establecimiento de otros cuatros vínculos:
- De protección
- De evitación
- Ambivalente
- Desorganizado
Cyrulnik concluye afirmando que «un niño impregnado de un vínculo protector (65%) tiene un pronóstico de desarrollo mejor y una mejor resiliencia, ya que, en caso de desgracia habrá adquirido un comportamiento de seducción capaz de enternecer a los adultos y transformarlos inmediatamente en base de seguridad. Los niños con vínculos afectivos de evitación (20%) mantienen a distancia a los responsables que estarían dispuestos a ocuparse de ellos. Y en cuanto a los vínculos afectivos de los tipos ambivalentes (15%) y desorganizados (5%), hay que decir que son de mal pronóstico, ya que los adultos, debido a lo difícil que es querer a estos niños, se despegan de ellos o los rechazan».
¿Qué hacer cuando falla la resiliencia en una crisis?
Cuando falla la aptitud resiliente del individuo se produce la aparición de los síntomas (ansiedad, tristeza, síntomas psicosomáticos, etc.) como una demostración de la incapacidad personal para superar la crisis. Y aquí surge la necesidad de una ayuda externa para conseguir el equilibrio perdido. Habría que trabajar en tres frentes.
# 1.- En primer lugar, toda situación de crisis lo que precisa es un reforzamiento del vínculo con la familia, amigos o compañeros. Un vínculo sano es un salvoconducto para superar cualquier crisis. De hecho cada uno de nosotros tiene la experiencia de que se supera mejor el conflicto si podemos compartirlo con un interlocutor válido: padre, madre, hermanos o terapeuta, por señalar solamente los más significativos. Por esto, en la enfermedad, tanto somática como psíquica, el individuo se muestra indefenso y lanza una llamada de socorro en forma de dolor o angustia para ser atendido.
# 2.- También en la situación de crisis habrá que descubrir cuáles son las potencialidades del individuo para recuperar de nuevo la estabilidad perdida. A través de un tratamiento psicoterapéutico, sobre todo de orientación psicoanalítica, lo que se pretende es que el individuo reconstruya y potencie sus propias posibilidades. Es un «volver a nacer» y comenzar a desarrollar, en el vínculo con el terapeuta, sus cualidades resilientes.
# 3.- Por último, no podemos olvidar los síntomas (ansiedad, tristeza, insomnio, irritabilidad, etc.), que es lo que, en muchas ocasiones al paciente más le afecta, aunque indudablemente no es lo más determinante. En este aspecto, podemos utilizar la terapéutica farmacológica sabiendo que es un instrumento necesario, pero no excluyente de otros tratamientos psicoterapéuticos.
Crecer en la crisis
Podemos, pues, afirmar que toda crisis situacional, biográfica o espontánea es un punto de inflexión en la existencia humana. Toda crisis es un peligro de ruptura e incluso puede conducir a la enfermedad mental propiamente dicha, pero también es una oportunidad que posibilite el desarrollo de nuestras propias capacidades. Por esto afirmamos que la crisis, no necesariamente tiene que significar retroceso, desesperación o abismo.
También podemos crecer en la crisis, como el niño pequeño, que tras un proceso febril (por estimulación de la hormona de crecimiento) siente que sus pantalones le quedan cortos, o que ya no precisa de la silla para alcanzar la caja de galletas de chocolate que está en la estantería del armario. Ha crecido con la enfermedad, con la crisis.
ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA
Psiquiatra. Profesor en Centro de Humanización de la Salud. Exprofesor de Psicopatología en la Facultad de Psicología de la Universidad de Comillas
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Me parece muy interesante la relación de la resiliencia con con los distintos tipos de apegos,ya que un apego seguro proporciona al niño una mayor estabilidad emocional. He tenido la oportunidad de comprobar que cuando los adolescentes sufren mucho , si tienen un vínculo fuerte con un compañero, profesor, padre, le resulta mucho más sencillo superar esos sentimientos y sobreponerse al dolor que sienten